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viernes, 3 de octubre de 2008

LA EDAD DE LA SOSPECHA




Es un hombre de pocas palabras. De todas formas, no las necesita. Es largo, flaco como un palo y su cara es todo un poema de expresiones no dichas.
Sus cejas bailan al compás de sus pensamientos y sus manos son carceleros constantes de expresiones que su boca nunca termina.
Las gafas intentan esconder unos ojos risueños que constantemente intentan eludir los míos pues son años de conocernos y no necesito mirarlo dos veces para saber qué está pensando.
Últimamente ha cambiado, ha crecido por encima de sus 15 años y su metro ochenta y cinco.
Es tímido, casi patológico y me río con él porque su 46 de pie me parece casi una cama para dormir plácidamente.
Me agarra a veces por el cuello y frota sus nudillos en mi cabeza y me llama "casi cassandra". Hago que me mosqueo y le digo que tiene que comer mucho para poder darme tal apelativo; se da la vuelta y se carcajea mientras con su voz profunda y cargada aún de gallos me contesta cualquier tontería que agradezco.
Ha cambiado, sí. Ha perdido el miedo a crecer pues ahora lo ve todo desde arriba, con la tierna mirada de los adolescentes que pretenden ser hombres hechos y derechos pero que caminan a la sombra del acné y del bigote incipiente y sombrío que aparece dibujando su labio superior.
Ël se lo afeita. Se lo toma en serio pues me dice: si mañana me quedo dormido, llámame pues he de afeitarme.
Yo, muy seria, le digo que sí, que que no se preocupe.
Al día siguiente escucho a este niño-hombre hacer ruidos de adulto en el baño: El sonido de la ducha, del agua al lavarse la cara y me llega el olor a loción para después del afeitado.
Y se asoma, largo, flaco, oliendo a límpio mientras yo lo miro. Hace nada estaba ahí, enseñándole a caminar, llevándolo al colegio, preguntándome cómo sería de mayor y ahí está, es la antesala de lo que un día podrá ser.
Es mi hijo


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